Llovía. El valle estaba cubierto de nubes. Las calles estaban vacías. Un niño nos miraba desde la ventana, mientras caminábamos abrazados en la soledad de nuestro amor.
Ah, cuán cálido se sentía tu aliento en esa tarde fría, tu cuerpo abrazado al mío; cuán hermoso se veía tu cabello negro en la humedad, en el recuerdo de días y noches, caricias y besos, promesas y sueños que flotaban, como frágiles hojas, en la esperanza de nuestras almas.
- Te amo- me decías en el murmullo de la lluvia.
- Sabes que yo también- te respondía en cada esquina.
Ambos sabíamos que nuestras vidas no serían las mismas después de esa tarde, que no era casual nuestro deseo de mojarnos, de caminar abrazados por la ciudad que nos unió.
- Cuánto quisiera que todo fuera eterno, que no tuviera fin- murmurabas.
- Eso no es posible. Nuestro destino está trazado. Nada es para siempre, ni siquiera este amor que sentimos.
El sonido de las llantas que se deslizaban en el pavimento humedecido, nos arrancó de nuestro sueño. Movidos por la curiosidad, corrimos a observar lo que había pasado. Un hombre joven sostenía la cabeza de una mujer en sus piernas. La sangre bajaba, poco a poco, a través de su cabello negro. Nos acercamos más, lentamente, con respeto por el dolor ajeno. Recuerdo que gritaste cuando viste el rostro de aquel hombre. Era yo. Sostenía tu cuerpo inerte, mientras mis lágrimas se confundían con la lluvia.
Te busqué pero ya no estabas a mí lado. Me dejaste solo. La lluvia cayó dos veces sobre mí. En ese momento, la herida que llevaba en el pecho ya había dejado de sangrar.
Por la noche, encontraron mi cuerpo en nuestra habitación. Mi mano derecha aún sostenía el puñal cubierto de sangre. No había dejado de llover.
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