Han pasado varios días desde la última vez que escribí. Como bien dijo Martín, caí en un agujero de conejo, pero a diferencia de Alicia, lo único que encontré fue mi imagen repetida en miles de espejos. Para saber quién soy, fue necesario que olvidara quién era.
Mi nombre es William Montoya, mi alma se llama Tomoa, mi casa es un valle que siempre tiene orquídeas florecidas, el viento donde escribo tiene el sabor salado de las lágrimas y del mar.
Por lo general, soy una persona callada, un joven “extraño” que se sienta todos los días frente a la ventana para ver pasar el mundo. Me gusta la lluvia, sobre todo, al amanecer. Cuando voy solo por ahí, recojo algunas hojas y me las guardo en el bolsillo; algunas de ellas las dejo debajo de mi almohada, las otras, las voy soltando en el camino para que alguien, si quiere, pueda hallarme sin que me dé cuenta.
No me gusta mi voz, ni tampoco las cosas que pienso, digo o escribo. Mi alma es mucho más que “eso” y es apenas lógico, el océano no cabe en un vaso de agua, el firmamento no cabe en el lente del telescopio.
Hoy, sábado 27 de mayo, mi alma despertó inquieta. Hace un año conocí a mi "mujer de niebla", a Sandra, aquella mujer que me complementa en todo y que, sin embargo, jamás podré tener. El amor que hay entre
ella y yo, no tiene nada que ver con el hecho de poseer, es algo distinto, como dijo mi amiga Kakau, "es un fuego que arde sin doler".
A "ella" le debo el azul que hay en las paredes de mi habitación, el amor que reposa en mi nochero, el sonido de las olas, la torre y el espejo. Para saber quién soy, tuve que olvidar quién era, sin embargo, gracias a Sandra, sé que mi alma o lo que quiera que haya debajo o encima de mi piel, es un niño que mira al otro lado del espejo y que le encanta que enciendan la luz.