Una promesa...
Sé que prometimos no mendigar amor, lo sé, y hasta el momento no lo he hecho. Me imagino que a esta hora debes estar con Alejandra, así que los invito a los dos para que vengan y me acompañen... Ella encenderá pronto la luz y me gustaría que estuvieran conmigo cuando lo haga, así podré recordarles cuál fue nuestra real promesa, la que hicimos aquella noche en que nuestros corazones rotos se encontraron en la mesa de un bar.
En esa ocasión, llegaste con Alejandra, tarde, como siempre. Martín y yo ya nos habíamos acomodado en el fondo del lugar y, como cosa rara, empezábamos a disertar sobre la libertad. Cuando te vi, supe de inmediato que la esperanza se te había apagado otra vez. Alejandra, por el contrario, tuvo que contármelo. No sé, supongo que es más difícil advertir ese tipo de señales en los ojos maquillados de una mujer; o tal vez sí lo noté, pero me daba vergüenza admitir lo bonita que se veía Alejandra cuando me miraba así, triste y vacía.
Esa noche, invitó Martín. Nadie quería hablar, sin embargo, él nos fue robando confesiones, poco a poco. Es lo que mejor sabe hacer. Las botellas vacías se fueron acumulando sobre la mesa y ya algunas lágrimas daban un cálido brillo a tus mejillas. Te lo dije para que te sintieras mejor, para que yo me sintiera mejor, pero lo único que logré fue que el silencio que nos habita a los cuatro, ocupara la única silla vacía y se sentara otra vez en nuestra mesa.
Después de horas de estar ahí, perdidos en medio de la algarabía de los viernes, escribiendo en servilletas y escuchando las historias de Alejandra, una canción nos sacudió a todos, tan fuerte, tan profundo, que todas nuestras heridas comenzaron a sangrar, mezclando nuestra sangre con la cerveza y el ron, ya caliente en nuestros vasos.
Páez cantaba para nosotros La despedida, sin previo aviso.
Algo se detuvo en punto muerto,
fue tan grande ese silencio,
fue tan grande el desamor.
Restos de un navío que encallaba,
yo te quise, yo te amaba,
no sé bien lo que pasó...
Fue la primera vez que los vi llorar. No era el llanto convulsivo de los borrachos, sino uno más tranquilo y resignado. En silencio nos mirábamos los cuatro, sin saber que las lágrimas que veíamos caer suavemente en el rostro de los demás, también estaban en el nuestro. Yo te veía llorar, pero no sabía que yo también lo estaba haciendo, hasta que dijiste:
–Otra vez, otra vez me quedé solo. Le entregué mi corazón y me pagó mal. Me equivoqué, me equivoqué. Fue un error amarla tanto.
–¿Te arrepientes?
–Sí, me arrepiento. De qué sirve amar tanto, si al final, siempre terminas con el corazón destrozado.
–Amar tiene un precio –dijo Martín.
–Entonces, yo no quiero pagarlo. ¿Por qué? ¿Por qué se tiene que sufrir tanto en el amor? No volveré a amar, ya no. ¡Maldita sea! Ya no quiero sentir más esto. Mi corazón queda clausurado, de ahora en adelante. Será mejor así.
Todos nos quedamos pensando. Martín consolaba a Alejandra y yo, yo lo único que pude hacer fue escribirte una nota. No recuerdo con exactitud lo que te dije, pero fue algo así como:
Te comprendo. Yo también estoy así. Estoy respirando por la herida, sin embargo, ten cuidado con las palabras. Es peligroso decir que no vas a amar de nuevo. Puedes terminar paralizado por el temor y la verdad, aunque suene cruel, prefiero verte así, como estás hoy, que como una momia, perfectamente preservada pero vacía.
Cosas de borrachos, verdades que son dichas a otros cuando en realidad somos nosotros los que las necesitamos. Juan Pablo, yo era un muerto en vida y no quise que tú cometieras el mismo error que yo. No quise que te invadiera el miedo. Martín lo supo y por eso, al leer la nota, enunció la promesa que ahora quiero reafirmar, aquí, frente a su ventana, mientras esperamos juntos, que ella encienda la luz:
En lugar de huir como niños asustados cuando se incendie la llama del amor en nuestro pecho, vamos a dejar que el fuego nos consuma y nos libere. Hay que vivir y, para hacerlo, debemos salir de nuestras jaulas. El dolor es inevitable… pero ahí estaremos cuando alguien haya caído en la batalla, siempre los cuatro, para evitar que se pierda nuestra alma y nuestra fe.
Juan Pablo, el amor tocó a mi puerta y no lo voy a dejar ir, menos ahora, que he comprendido que los ángeles y las mujeres de porcelana son sólo para quienes sienten miedo hasta de su propia sombra, para aquellos que temen ser sorprendidos.
Una mujer real me devolvió a la vida, por eso estoy aquí... La esperanza me hace creer que la luz jamás se ha apagado en su ventana, que sólo ha palidecido un poco. Ésta y todas las noches, yo esperaré por ella y me mantendré fiel a la promesa que hicimos, porque sé que ustedes, también estarán aquí, compartiendo mi paraguas roto y guiando mis pasos cuando sea la hora de regresar a casa.
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