jueves, marzo 22, 2007

Botas negras

Antes de que acabara el alba ya todos estaban reunidos frente a la iglesia. Algunos traían grandes bolsas negras en lugar de maletas, otros, menos afortunados, sólo tenían lo que llevaban puesto.

Me sorprendió mucho su silencio. Ninguno de ellos quiso hablar con nosotros, ni siquiera para pedirnos explicación sobre el traslado y la colaboración que iban a recibir de parte del Gobierno. Al verlos así, tan mansos y resignados, daba la impresión de que muchos habían perdido algo más que su hogar.

Sólo los niños se atrevieron a compartir su historia, el problema era que a menudo la mezclaban con las cosas que habían estado soñando en el momento en que llegaron a despertarlos.

Así fue que nos enteramos de la existencia de hombres que sangraban arroz, de gallinas que iban de puerta en puerta avisando del incendio y de seres casi humanos que no tenían rostro ni voz y que usaban todos la misma clase de botas negras.

"Tenían botas negras, los que hicieron esto, ellos, todos, tenían botas negras..."

Lo que más recuerdo es que mientras una niña de seis años me contaba que en la escuela ya les habían advertido sobre esas criaturas, lo peligrosas y destructivas que eran, yo no dejaba de mirar a la gallina que tenía entre sus manos.

“Es el único regalo que me han dado, me la dio mi madrina y me la quiero llevar, por favor”.

En ese momento no pude decirle a la niña que mi silencio no era porque no pudiera llevar su regalo en el avión, sino porque sentía que era mi obligación advertirle, decirle que en el lugar al que la íbamos a llevar, posiblemente, habría cosas peores que las que había visto aquella noche.

No se lo dije, nunca quise hacerlo y tampoco hizo falta.

Durante el viaje ella me hizo saber que ya lo sospechaba, cuando me preguntó si era cierto eso de que en la ciudad las estrellas no se pueden ver como en el campo.

sábado, marzo 03, 2007

Cosas de adultos

Lo recuerdo. Anita fue la única capaz de mirarla a los ojos. Se acercó a su abuelita, le besó la frente y nos pidió permiso para ir a jugar. Estaba tan feliz que dolía mirarla, mirarla a ella y después ver a mamá así, tan ausente de nosotros, de mí, de papá. Todos tuvimos envidia de Anita aquella tarde; a todos nos hubiera gustado ser como ella e ignorar por un rato las paredes acolchadas y los avisos médicos que inundaban los pasillos.

Cuando Anita se fue, Diana, Miguel y yo sacamos a mamá de su habitación y la llevamos a tomar el sol. Estaba haciendo un bonito día. Las nubes, el cielo, los árboles… sus colores eran tan intensos, tan vivos como los colores que habíamos conocido en la casita del pueblo. En lo personal, hubiera preferido un día más gris, más frío, no uno tan bonito y triste.

Para evitar que nos doliera el recuerdo de mamá esperándonos en el zaguán de la casa después de la escuela, de mamá rezando de rodillas por la salud de Juan, de mamá en la cocina cosiéndonos la ropa junto al fogón, de mamá, mamá siempre en el centro de nuestras vidas, siempre tan fuerte, mi mamá… Nos pusimos a hablar con ella de cualquier cosa, le contamos sobre las fiestas del pueblo, sobre su primo el alcalde; le hablé de las buenas notas de Anita y de lo mucho que se parecían las dos; y Miguel le habló de la tía Margarita y de los desplantes del tío Alfonso... Hablamos de todo aquella tarde, pero hablamos solos, por primera vez, solos, sin ella.

A Anita eso no le importaba, de hecho, que su abuelita no le hubiera hablado no le parecía extraño. Como me dijo después, ese día pensó que a lo mejor mamá seguía enojada con ella por las sábanas que había manchado la última vez que fuimos a visitarla a Rionegro. Por eso, mientras nosotros huíamos del silencio hablando sin parar, Anita cantó y bailó, conversó con algunos de los ancianos que encontró junto a la fuente y hasta se puso a jugar con ellos. Nadie le había enseñado cómo era la tristeza y la verdad, nadie fue capaz de reprocharle su conducta. Cuando vio llorar a Miguel y a papá sólo me dijo: "es por cosas de adultos, ¿cierto?".

Nunca le quise contar a Anita qué le había pasado a mamá ni por qué la habíamos internado en aquel lugar. Ella sacó sus propias conclusiones. Le decía a la gente que a la abuelita se le habían opacado los ojos y que por eso la habíamos llevado a esa casa en el campo, para que se llenaran de luz otra vez. Al menos ella ese día sí se había sentido muy contenta, jugando con adultos que parecían niños.