sábado, junio 30, 2007

La última noche

Dime que no sientes miedo, por favor, que hoy vas a estar tranquila, que no vas a pensar, que vas a cerrar los ojos y no vas a ver más allá de nosotros dos, tú y yo, nada más, no hay por qué tener miedo, no podemos estar juntos, lo sé, tú no estás segura de lo que sientes y yo estoy seguro de que no siento nada, sin embargo, créeme, no hay nada de qué preocuparse, ya se encienden las primeras luces de esta noche en todas partes, lejos, muy lejos de nosotros dos, si me preguntas por qué la luna es hermosa no tendré más remedio que decirte la verdad, mi verdad, la luna es hermosa porque está lejos, porque jamás podremos alcanzarla, porque jamás nadie será su dueño, así como te quiero yo, lejos de mí y de todos, especialmente, lejos de mí, pero no hoy, hoy no, esta noche jugamos a ser dos novios "normales", me sienta bien llevarte del brazo a esta hora, por esta calle por la que siempre anduve solo, te quiero, pero no puedo decírtelo, porque si de algo tengo miedo es de amarrar palabras sin sentido, palabras que quizá, algún día, le diré a otra persona con el mismo tono, en las mismas circunstancias, como si no te hubiera amado a ti, como si siempre hubiera amado a una sola mujer, que siempre es la misma pero que cambia de cuerpo, de nombre, de voz, y que no me pertenece tampoco, y la verdad, te confieso, soy yo el que tiene miedo, y no debería porque en realidad creo no sentir nada, pero siento miedo, simplemente, de que se acabe esta calle y tú te vayas en la siguiente esquina, dejándome sólo un beso y la certeza del adiós...

viernes, junio 15, 2007

De madrugada

Hay algo más que debo decirte, pero no logro recordarlo. Quizá no es tan importante. Simplemente me desperté a las tres de la mañana, me tomé un vaso de agua y, de repente, me entró la nostalgia de tu cuerpo. ¿Qué más podía pasar? Las madrugadas suelen ser tan frías.

Yo, la verdad, sólo quisiera que recordaras las flores que escondíamos juntos en los frascos de café.

Ésa fue la mejor época de mi vida.

Al salir de la escuela, tú siempre estabas esperándome en el puente. Te veías tan bonita con tus zapatos negros y tu boina roja.

A los dos nos gustaba caminar cogidos de la mano por la orilla del río. Afortunadamente, yo no era tan tímido como soy ahora.

A veces me pregunto qué hubiera sido de nosotros si no hubiéramos aprendido a escribir juntos.

Recuerdo que solíamos soñar en voz alta, que a ti te gustaba el mar y a mí las nubes.

En aquel entonces no podíamos tener las dos cosas a la vez, porque tú estabas en tu sueño y yo en el mío. A pesar de ser niños, sabíamos muy bien lo que era la distancia.

Yo lo comprendí cuando tu mamá me sorprendió dormido con la cabeza apoyada entre tus piernas.

Tal vez fue eso lo que nos hizo adultos. Esa extraña sensación de estar siempre lejos, a pesar de todo.

Lo sé. Sé que no es el momento de hablar de eso.

Esa noche, después del concierto, tú querías que yo me quedara.

Era la primera vez que salíamos juntos, como algo más que amigos. Tus padres me contaron después que nunca habías estado tan contenta.

A pesar de haber compartido casi toda nuestra infancia, ésa fue la primera noche en la que realmente pudimos haber compartido algo más que un sueño.

¿Será esa la nostalgia que me hizo venir a esta hora?

Mira, aquí tengo un frasco de café vacío.

Lo dejaré sobre la mesa y me iré a dormir otra vez. Ya casi sale el sol, y bueno, tú sabes, no se puede soñar con la luz encendida.

martes, junio 05, 2007

Tu ángel...

Cuánto daño puede hacer un hombre...

Incluso cuando está ausente. Incluso así.

La memoria del cuerpo nunca olvida.

El dolor se pasea impune sobre la piel.

Sobre su piel.

Ella que sólo merece atardeceres, tan profundos e infinitos como el de ese llano que ambos quisiéramos conocer, vive aún la agonía de un secreto.

Está muriendo por dentro, sola, sin que su madre venga a consolarla y a cantarle aquella canción de cuna que quizá escuchamos juntos alguna vez.

Duérmete mi niña, un ángel guardián te vigila.

Pero la niña no puede dormir, no mientras recuerde la lluvia y el olor a ají de aquel convento.

Mordisqueando el pulgar de su mano derecha, la niña se pregunta si aquella pequeña vida que acaba de encenderse, justo cuando todas las demás luces estaban muertas, también estará condenada, condenada a estar despierta.

Ya casi son la siete. La lluvia no cesa y él, otra vez, está ebrio.

Cuando escucha su voz, la niña se esconde bajo la almohada.

Si todo fuera como en los sueños, él se hubiera ido sin haberla visto, se hubiera extraviado por caminos de crayón verde o quizá se hubiera ahogado en un río de papel celofán.

Tantas cosas pudieron haber pasado y, sin embargo, ella sólo recuerda la casa vacía, una lámpara rota y una sombra que se fue volviendo rígida...

No hay ángeles guardianes.

Cada vez que el niño recién nacido lloraba, ella también lo hacía, escondida bajo la almohada, mientras la sombra, aquella sombra que la ha condenado a estar despierta, crecía, una y otra vez, sin importar que ella apenas fuera una niña.

Nadie puede saberlo, nadie puede escucharlo.

Esa herida es sólo para ella, y yo, ya sin llorar, sin robarle su canción de cuna, no puedo hacer nada, sólo estar despierto junto a ella.

Si la vida fuera como los sueños, quizás ese día no hubiera llovido, y entonces, un ángel guardián no habría tenido miedo de mojar sus alas…