domingo, noviembre 30, 2008

Siete puertas

Allí está, como todas las mañanas, vigilándome desde la ventana.

Antes me llamaba para decirme que me arreglara las botas del pantalón o el cuello de la camisa, hoy simplemente me ve partir con una preocupación incierta, con un extraño dolor que sobrevive en su vientre y que jamás podré entender.

“Me voy a buscar el final de la noche”, le dije, “el punto exacto en el que el cielo se divide en dos”.

Ella, suspirando, me respondió con aquella frase que nunca quise escuchar: “eres igual a tu papá”.

Y así, en ese momento, ella hizo que la vida pasara a través de mí, como si cruzara puertas hacia atrás.

En esta puerta estaba yo cuando era profesora y creía en el amor.

En esta, tu hermanita te está arrullando a escondidas.

El hombre que ves en la ventana es el mismo que se fue una vez de casa porque quería encontrar una famosa ciudad de cristal en la que se hacían realidad todas las promesas, incluso las que dependían de él.

-Pero yo soy distinto… Aunque te deje sola, aunque jamás regrese, es distinto. Ojalá algún día puedas entenderlo.

-Lo entiendo- me dijo con una de esas sonrisas que los hijos jamás podremos comprender, porque aunque nacen en el dolor tienen la fuerza suficiente para hacernos hinchar el pecho y los ojos con el más bello sentimiento.

-Ya no soy un niño.

En ese momento le di la espalda y me eché a correr, como tantas veces lo había hecho, para que mis lágrimas no empañaran su orgullo, no ahora que su niño se había vuelto un hombre, un hombre que se quedó esperándola en la vuelta de la esquina, sentado sobre las maletas, deseando que viniera por mí, como aquella vez que me escapé del colegio, como aquella vez que me rompieron el corazón.

“Aquí es donde mi vida se divide en dos”, pensé, al ver que no venía.

Le dejé un “te quiero” suelto en el viento, recogí mis maletas y me perdí calle abajo, siguiendo la misma ruta que han seguido otros hombres antes que yo, sin saber a ciencia cierta por qué, sin saber si al regresar todavía estaría esperando por mí, asomada en la ventana.

Cierra los ojos

Ojalá pudiéramos encontrar el punto exacto donde termina la noche.

Me gustaría estar ahí.

Ver el cielo partido en dos mitades.

La mitad con luna y la mitad con sol.

En los textos escolares nos han dicho que es imposible que eso suceda.

A menos que sea un eclipse o uno de esos raros fenómenos que se inventan los hombres que no sueñan, nunca veremos juntos a la luna y al sol.

Tal vez podríamos lograrlo si cierras los ojos con delicadeza, como si quisieras borrar al mundo apagando la luz, o mejor, como si lo pudieras crear dentro de ti, al interior de tus párpados, igual que cuando eras una niña y creías que la luna nacía en el río.

Por eso, ven, cierra los ojos, intenta mantenerlos cerrados hasta que lleguemos a ese punto en el que dejamos de ser dos mitades, ese punto en el que jugamos a serlo, en el que termina la noche y se nos cuela el amanecer con los sonidos de la ciudad, interrumpiendo al amor y devolviéndonos a esa vida en la que sólo somos dos extraños que anhelan regresar siempre a la caliente oscuridad.

lunes, noviembre 10, 2008

La ruta de tu cuerpo

No soy yo, realmente, no lo soy, ni siquiera me parezco, soy algo así como una versión a medias, se me adivina lo que pude ser bajo las costuras, como si alguien me hubiera puesto encima cada sueño y lo hubiera mal cosido, y yo, esto que soy yo, lo que intento ser, lo que creo ser, ocultando el miedo en los espejos, yo, estoy llorando, sin saber si estoy triste porque ya no me hace falta estarlo, sin saber si estoy vivo porque a esto no se le puede llamar vida, tal vez sí, tal vez antes y ese momento ya no existe, respiro, traigo heridas en las manos y me haces falta, pero sólo porque creo que necesito extrañarte, sólo porque soy canción para un final, con la esperanza de que éste sí sea el definitivo, de que éste sí me devuelva al camino, que es sendero y es principio, el camino que sí es vida, la ruta de tu cuerpo.

sábado, noviembre 08, 2008

Siempre cae bien escribir de nuevo, incluso si es martes y hace frío, incluso si es noviembre y me empiezan a asustar las luces del año nuevo.

Así soy yo, un suave ser de invierno, a veces tan frágil que me asusta dejar caer la almohada, como quien deja abierta la llave de la regadera y abiertas las ventanas.

Me da miedo que la vida fluya.

Por eso creo que las despedidas deberían anunciarse con bocas de ceniza, labios grisáceos que mueran lentos y vacíos, como una flor.

Así entrego mi corazón a vos, sin la inútil esperanza de los que piensan, sin el miedo corrosivo de los que esperan, porque esto no es amor, porque este ser que soy no tiene son de muerte, porque trato de escribir, de dejarme ir, desaparecer frente a vos, llenando de lluvia tus nubes de algodón, dándote alas, dándote fe, dándote incluso aquello que he perdido, lo que ocultan mis ojos, lo que sos.

Pero dejaste abierta la ventana, y fluyen nuestros sueños por la cuadra, colándose por las rendijas, ahogando a nuestros vecinos en la visión fútil de nuestra casa de cristal, esa pequeña casa que son las cartas que nos escribimos cuando el amor era aún eterno, cuando era promesa, cuando yo me dejaba fluir entre tus deseos más profundos, como una libertad con las alas quemadas, un suave ser de invierno que sonríe en el sofá.