Sueña por mí
Tenía los ojos dorados. Lo recuerdo bien. Como el sol entre las nubes del ocaso. Brillantes. Anita me habló de ellos desde la primera vez que los vio. La habían impresionado. Hablaba de él y su mirada con un entusiasmo que no era normal a su edad. Incluso llegué a sentir celos. A mí también me hubiera gustado soñar así, pero me quedé esperando a que alguien me enseñara a hacerlo. Ahora que lo pienso, ése debió haber sido el motivo por el cual le pedí a Anita que durmiera con las puertas de su habitación abiertas. Durante noches enteras me senté en el corredor, esperando que de repente se desbordara la luz tenue de su sueño. Siempre creí en esa clase de milagros extraños. Así te conocí. Así lo conocí a él en los sueños de ella. Así supe que Anita ya había comprendido cuánta soledad había en aquello que los adultos llaman amor. Pero sonreía. Y yo quise comprender por qué aún tenía fe en los milagros, por qué aún la tengo, por qué soy yo el que ahora duerme con las puertas abiertas, después de vos, mientras Anita llora sus tristezas de mujer adulta, lejos de sus ojos dorados.
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