Sentado en el umbral de tu puerta
Hace algunos días dejé de escuchar mi voz. Ya no la percibo, no como si fuera mía. Tal vez la dejé hundir en el océano de viento en el que vivimos vos y yo. Ahora estará perdida por ahí, hablando silencios tiernos que siempre quise para los dos. Es por eso que ya no he vuelto a decirte nada, por eso y porque me daba miedo perderte después de lo que pasó.
Diana, la vida se equivocó por nosotros. No es culpa nuestra. En el amor no hay errores y mucho menos culpables. Esa noche mientras los demás festejaban, incluyendo a tu madre, a la mía, yo bebí de vos, de tu vientre, nos bebimos los dos hasta perder el aliento, hasta olvidar que soy tu primo y que cualquier cosa entre nosotros siempre estará prohibida...
Lo sé, no hace falta que lo diga, tu piel no te ha dejado olvidar que estábamos felices, que apoyaste tus senos sobre mi pecho y que yo, sin aliento, dejé que mi corazón hablara con el tuyo mientras mi imagen se perdía en la oscuridad de tus pupilas, de tus pupilas que me miraban como si no existiera nada más en el mundo, sólo los dos, en tu habitación.
Sí, sé que soy egoísta y que ya no hay forma de pedir perdón, que tuve miedo de ti y de lo que dirían todos en la familia cuando se enteraran, que tuve miedo de hacerte más daño con este amor imposible, miedo de no sentirme mal por hacer lo que hice, por haber perdido la cordura y olvidar tu nombre y el mío, miedo de saber que en mi vida habrá otras mujeres y en la tuya otros hombres, pero yo, siempre regresaré aquí y sentado frente al umbral de tu puerta, escribiré cartas como ésta para estar en ti y olvidar que hay un mundo afuera de tu vientre.
Para Alejandro y Diana
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