sábado, marzo 03, 2007

Cosas de adultos

Lo recuerdo. Anita fue la única capaz de mirarla a los ojos. Se acercó a su abuelita, le besó la frente y nos pidió permiso para ir a jugar. Estaba tan feliz que dolía mirarla, mirarla a ella y después ver a mamá así, tan ausente de nosotros, de mí, de papá. Todos tuvimos envidia de Anita aquella tarde; a todos nos hubiera gustado ser como ella e ignorar por un rato las paredes acolchadas y los avisos médicos que inundaban los pasillos.

Cuando Anita se fue, Diana, Miguel y yo sacamos a mamá de su habitación y la llevamos a tomar el sol. Estaba haciendo un bonito día. Las nubes, el cielo, los árboles… sus colores eran tan intensos, tan vivos como los colores que habíamos conocido en la casita del pueblo. En lo personal, hubiera preferido un día más gris, más frío, no uno tan bonito y triste.

Para evitar que nos doliera el recuerdo de mamá esperándonos en el zaguán de la casa después de la escuela, de mamá rezando de rodillas por la salud de Juan, de mamá en la cocina cosiéndonos la ropa junto al fogón, de mamá, mamá siempre en el centro de nuestras vidas, siempre tan fuerte, mi mamá… Nos pusimos a hablar con ella de cualquier cosa, le contamos sobre las fiestas del pueblo, sobre su primo el alcalde; le hablé de las buenas notas de Anita y de lo mucho que se parecían las dos; y Miguel le habló de la tía Margarita y de los desplantes del tío Alfonso... Hablamos de todo aquella tarde, pero hablamos solos, por primera vez, solos, sin ella.

A Anita eso no le importaba, de hecho, que su abuelita no le hubiera hablado no le parecía extraño. Como me dijo después, ese día pensó que a lo mejor mamá seguía enojada con ella por las sábanas que había manchado la última vez que fuimos a visitarla a Rionegro. Por eso, mientras nosotros huíamos del silencio hablando sin parar, Anita cantó y bailó, conversó con algunos de los ancianos que encontró junto a la fuente y hasta se puso a jugar con ellos. Nadie le había enseñado cómo era la tristeza y la verdad, nadie fue capaz de reprocharle su conducta. Cuando vio llorar a Miguel y a papá sólo me dijo: "es por cosas de adultos, ¿cierto?".

Nunca le quise contar a Anita qué le había pasado a mamá ni por qué la habíamos internado en aquel lugar. Ella sacó sus propias conclusiones. Le decía a la gente que a la abuelita se le habían opacado los ojos y que por eso la habíamos llevado a esa casa en el campo, para que se llenaran de luz otra vez. Al menos ella ese día sí se había sentido muy contenta, jugando con adultos que parecían niños.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De todo lo tuyo hasta ahora, me quedo con esto. Estoy seguro de que algún día te leeré en las hojas de un libro ilustrado con bellos dibujitos. Tu voz no está para empolvarse en los diarios, de ahí tu tristeza al pensar en esta posibilidad; pero tranquilo,ya el tiempo me dará la razón. Mis lágrimas andan en patines cuando te leo.

Anónimo dijo...

¡Maravilloso! Tenía que volvértelo a decir, así suene empalagoso. Por ser tu lector más frecuente tengo algunos derechos ganados: exijo tu voz.